TESTIMONIOS PAULINOS
Beato Santiago Alberione
Fundador de la Familia Paulina
Fiel a la vocación universal de difundir el evangelio, el padre Alberione, se entregó completamente a comunicar la buena noticia a todos los hombres y por todos los medios posibles. La inspiración y el impulso hacia este compromiso le viene del evangelio y de san Pablo; de Cristo Maestro, visto a través del apóstol. Para hacerlo realidad, fundó las congregaciones e institutos que componen la Familia Paulina.
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El 4 de abril de 1884, en el seno de una familia campesina, profundamente cristiana y trabajadora de San Lorenzo di Fossano (Italia), nace Santiago Alberione, fundador de la Familia Paulina.
Según cuenta el padre Alberione en Abundantis Divitiae que, “un día del año escolar 1890-1891. La maestra Cardona, tan buena, verdadera Rosa de Dios, esmeradísima en sus obligaciones, preguntó a algunos de sus 80 alumnos qué pensaban hacer en el futuro, en el curso de la vida. A él le interrogó en segundo lugar: reflexionó un poco, luego se sintió iluminado y respondió resuelto, ante la extrañeza de los alumnos: «Quiero ser cura»” (AD 9)
Siendo aún adolescente entró en el Seminario de Alba, donde la noche del 31 de diciembre de 1900, puente entre los dos siglos, durante cuatro largas horas de adoración eucarística, vivió una intensa experiencia espiritual. Tuvo una clara comprensión de la invitación de Jesús: “Venid a mí todos…” (Mt 11, 28), advirtió la urgencia de prepararse para “hacer algo por el Señor y por los hombres del nuevo siglo”.
El 29 de junio de 1907 recibió la ordenación sacerdotal, a la que siguió una breve pero decisiva experiencia parroquial en Narzole (Cúneo). Posteriormente desempeñó el cargo de profesor y director espiritual en el seminario de Alba. Pero el Señor lo guiaba a una nueva misión: vivir y dar al mundo a Jesucristo camino, verdad y vida; predicar el Evangelio a todos los pueblos, con el espíritu del apóstol san Pablo, utilizando los medios más rápidos y eficaces que el progreso ofrece para la comunicación humana.
Para realizar esta misión, el Señor lo impulsó a dar vida a la “Familia Paulina”, extendida hoy por todo el mundo, y compuesta por cinco Congregaciones religiosas – Sociedad de San Pablo, Hijas de San Pablo, Pías Discípulas del Divino Maestro, Hermanas de Jesús Buen Pastor, Hermanas de María Reina de los Apóstoles-; cuatro Institutos de vida secular consagrada –Instituto Jesús Sacerdote, Instituto San Gabriel Arcángel, Instituto Virgen de la Anunciación, Instituto Santa Familia-, y una Asociación de laicos: los Cooperadores Paulinos.
El P. Alberione dio la vuelta al mundo varias veces para visitar y animar a sus numerosos hijos e hijas esparcidos rápidamente por los cinco continentes, en los cuales dejaba a su muerte alrededor de 250 comunidades.
Pasó a recibir el premio eterno el 26 de noviembre de 1971, en Roma, a la edad de 87 años. Sus últimas horas se vieron confortadas con la visita y la bendición del Papa Pablo VI, que nunca ocultó su admiración por el padre Alberione. Fue el homenaje del pastor máximo a uno de los más preclaros hijos de la Iglesia contemporánea. Sus últimas palabras inteligibles fueron: “Muero… ¡El cielo!… ¡Ruego por todos!”.
El 27 de abril de 2003 el Papa Juan Pablo II lo proclamó beato en la Plaza de San Pedro, de Roma.
Dos son los ideales que el beato Santiago Alberione persiguió con tenacidad durante toda su vida:
El primero fue la búsqueda de una profunda intimidad con Dios, llevada a cabo a través del empeño en una cada vez más plena configuración con Jesús Maestro, camino, verdad y vida, siguiendo el ejemplo del apóstol san Pablo, que pudo escribir de sí mismo: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Ga 2, 20). En ese sentido cultivó una intensa vida espiritual, alimentada en las fuentes de la Escritura y de la Eucaristía. En el prolongado contacto con Dios en la oración, capaz de alcanzar incluso las cumbres de la contemplación, conseguía la luz y la fuerza para las iniciativas que debía emprender, como él mismo recordaría: “Para mayor tranquilidad y confianza tiene que decir que tanto el comienzo como la continuación de la Familia Paulina procedieron siempre bajo una doble obediencia: a la inspiración ante Jesús eucarístico, confirmada por el director espiritual, y, a la vez, a la expresa voluntad de los superiores eclesiásticos” (AD 29).
La gradual iluminación de lo alto, acogida con su característico estilo de oración contemplativo-apostólica, le permitió formular una rica espiritualidad, centrada en Jesús, Maestro y Pastor; camino, verdad y vida, tal como lo interpretó el apóstol san Pablo, a la luz de María, Madre, Maestra y Reina de los apóstoles. La meta que el Fundador se propuso y propuso siempre a sus hijos como primer “empeño” fue siempre la plena configuración con Cristo: acoger todo el Cristo, camino, verdad y vida con toda la persona, mente, voluntad, corazón y fuerzas físicas.
El otro gran ideal que animó al beato Santiago Alberione fue el amor a los hombres. La constatación de que en el mundo viven aún tantas personas que no conocen a Cristo o no lo conocen suficientemente, le producía una santa inquietud, pero al mismo tiempo era un estímulo para su ardiente celo sacerdotal. Las numerosas fundaciones, la adopción de los medios más rápidos y eficaces de la comunicación social para el apostolado, las múltiples iniciativas emprendidas, tuvieron siempre un único objetivo: hacer llegar al mayor número de hombres y mujeres la palabra de Dios, y suscitar en ellos el amor a Cristo, en quien únicamente se encuentra la salvación. NO se cansó de inculcar a sus hijos e hijas esos mismos ideales, animándolos a descubrir cada vez nuevas y más amplias perspectivas.
Quien comprendió y describió mejor que nadie la personalidad y el espíritu que animó al padre Alberione fue el Papa Pablo VI. En la audiencia concedida a la Familia Paulina el 28 de junio de 1969, trazó este entrañable retrato del Fundador, estando él presente: “Miradlo: humilde, silencioso, incansable, siempre alerta, siempre ensimismado en sus pensamientos, que van de la oración a la acción (según la fórmula tradicional: “ora et labora”), siempre atento a escrutar los “signos de los tiempos”, es decir, las formas más geniales de llegar a las almas, nuestro padre Alberione ha dado a la Iglesia nuevos instrumentos para expresarse, nuevos medios para vigorizar y ampliar su apostolado, nueva capacidad y nueva conciencia de la validez y de la posibilidad de su misión en el mundo moderno y con los medios modernos”.
Beato Timoteo Giaccardo
Primer sacerdote Paulino
Después de encontrarse con el padre Santiago Alberione, siendo aún muy joven, ingresó en el seminario de Alba. En 1917, pasó a formar parte de la Sociedad de San Pablo, como formador de los primeros jóvenes. Fue el primer sacerdote y el primer vicario general de la Sociedad de San Pablo.
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Aunque aún no haya sido proclamado santo, se podría decir que es el santo de los primados en la Familia Paulina: Primer Sacerdote Paulino, Primer beato, primero en todo, después del Primer Maestro.
El “maestro Giaccardo” como fue conocido entre los primeros miembros de la familia paulina, nació en Narzole (Cuneo-Italia) el 13 de junio de 1896. El primogénito de Esteban Giaccardo y María Gagna, fue bautizado en la iglesia de San Juan en Sarmassa y le dieron los nombres de José Domingo Antonio.
Criado en el seno de una familia de buenos valores humanos y cristianos, el pequeño “Pinotu” (en dialecto piamontés), frecuenta la parroquia de San Bernardo, misma a la que fue enviado el joven sacerdote Santiago Alberione, por unos meses, a asistir al párroco que era muy anciano. Es en este contexto se da el encuentro entre el padre Alberione y el que sería su hijo fiel, colaborador incondicional y compañero de luchas. A finales de mayo de 1908, el pequeño Giaccardo expresa el deseo de entrar en el seminario para hacerse sacerdote, pero las limitaciones económicas eran un obstáculo para el entonces monaguillo.
Don Alberione mira en ese encuentro, un signo providencial de la mano de Dios sobre los proyectos que estaba por emprender. Es así que lo ayuda a entrar al seminario y le provee de lo necesario, no solo económica y materialmente, sino en la asistencia espiritual y humana que pudiese necesitar.
La amistad con el P. Alberione lo hizo sensible a las nuevas necesidades de los tiempos y se abrió a los nuevos medios pastorales de evangelización.
En 1917, se presentó ante su obispo para pedirle poder integrarse en la Sociedad de San Pablo, y de quien escuchó la seca pregunta: “¿Estás dispuesto a renunciar a tu hábito clerical y al sacerdocio?”. Con dolor en el corazón, pero sin titubear, aceptó esas condiciones, y las ofreció a Dios por medio de María con tal de seguir la vocación paulina que él sentía clarísima.
En consecuencia, con el consentimiento de su obispo, en el 1917, con 21 años, pasó del seminario diocesano a la naciente Sociedad de San Pablo, siendo encargado por el P. Alberione como maestro de los primeros aspirantes a paulinos. Lo llamaban el Señor Maestro, y con ese nombre se quedó.
Pero los deseos fervientes del p. Alberione, hechos oración ante el tabernáculo, se consolidaron al obtener la aprobación canónica de la Congregación y de la ordenación sacerdotal para sus jóvenes, llamados al ministerio de la predicación mediante la palabra escrita. Es así que, “Señor Maestro” Giaccardo fue ordenado sacerdote en 1919, por su mismo obispo, quien anteriormente le había pedido la renuncia al hábito y al sacerdocio si quería ser paulino. Fue el primer sacerdote paulino y el primer Vicario General de la Sociedad de San Pablo. Su vida es un ejemplo actual de cómo se puede conciliar la más alta perfección con la más intensa actividad apostólica. “Modelo para todos los sacerdotes paulinos”, declaró el Fundador.
Con la ordenación de Giaccardo la Familia Paulina se injertaba en la Iglesia mediante el sacerdocio apostólico, marcando una fecha histórica para la Familia Paulina por otra razón: él era el primer sacerdote paulino ordenado expresamente para un ministerio nuevo en la Iglesia. Así la predicación realizada con los medios de comunicación social quedaba implícitamente considerada como verdadera evangelización. Lo que el Concilio Vaticano II remarcaría medio siglo más tarde en el decreto “Inter mirifica”, era ya anunciado en la ordenación sacerdotal del P. Giaccardo.
En enero de 1926, teniendo en cuenta su gran amor al Papa, el Fundador lo envió a Roma para abrir y poner en marcha la primera casa filial de la Congregación. El Fundador le había dicho: “Te mando a Roma en gracia de tu amor a san Pablo y por tu fidelidad al Papa. Estoy convencido de que al Divino Maestro le agradará tener en Roma, junto a su Vicario que representa el Evangelio “hablado”, también una voz que representa el Evangelio “impreso”. Dicho por inciso: “La Voz” era el título del primer periódico editado por los paulinos en Roma, y que les había cedido la Diócesis.
Como el beato Santiago Alberione fue el “padre” que, en la luz de su misión especial, dio vida a las varias ramas de la Familia Paulina, el beato Timoteo Giaccardo, su primer hijo espiritual, transmitió y profundizó la herencia alberoniana. Sin reflejar nunca el cansancio ni calcular la fatiga, sin concederse un día de vacaciones, compartió durante treinta años con el padre Alberione la solicitud por cada una de las Congregaciones paulinas, en sus difíciles comienzos y en su desarrollo, como “llevándolas en brazos”.
El beato Giaccardo, después del Fundador, fue el primer sacerdote que escribió y publicó un libro, en 1928, con el título “María Reina de los Apóstoles”, que es la Patrona de la Familia Paulina.
En 1936 regresó de Roma a Alba como superior de la Casa Madre. Colaborador fidelísimo del P. Alberione, se prodigó sin descanso por las Congregaciones Paulinas que iban naciendo, y que él llevó en sus brazos, conduciéndolas a una profunda vida interior y a los respectivos apostolados modernos.
Ya en edad madura, ofreció su vida por la continuidad de su propia Congregación y para que fuera reconocida en la Iglesia la nueva Congregación paulina de las Pías Discípulas del Divino Maestro. Y el Señor aceptó su ofrenda.
Pasó a la Casa del Padre el 24 de enero de 1948, víspera de la fiesta de la Conversión de San Pablo. Sus restos mortales yacen en la cripta del Santuario de la Reina de los Apóstoles, Roma (los del beato Santiago Alberione, en la subcripta). Santuario que mandó construir el Fundador en el mismo solar donde el Beato Giaccardo había fundado la primera casa paulina fuera de Alba. Fue beatificado por san Juan Pablo II el 22 de octubre de 1989.
Venerable Mayorino Vigolungo
Modelo de los aspirantes paulinos
Cuando era niño se encontró con don Santiago Alberione y se entusiasmó por el apostolado de la buena prensa. A la edad de doce años entró a formar parte de la Sociedad San Pablo. Se distinguió por su inteligencia pronta, su amor al trabajo y su bondad.
Su programa de vida: progresar un poquito cada día, al que fue siempre fiel hasta su muerte.
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Si alguien, más que nadie, ardía de celo por el anuncio del Evangelio con los medios de comunicación, ese era el pequeño Mayorino. A su corta edad comprendió muy bien el pensamiento y la osadía del padre Alberione por querer dar a la Iglesia un nuevo carisma que sirviera como medio expreso para llevar el Evangelio, actualizando el estilo del apóstol de los gentiles. Su amor por el apostolado lo llevó a ofrecer su vida a muy corta edad por la naciente familia paulina y el apostolado de la Buena Prensa.
Nació en Benevello, Cúneo, el 6 de mayo de 1904 y, según costumbre de la época, fue bautizado apenas dos días después de su nacimiento con los nombres de Mayorino y Segundo. Vivaz, enérgico, de grandes capacidades y mente abierta fue creciendo el pequeño Mayorino quien a su corta edad ya profería pensamientos o preguntas para gente adulta. La maestra lo definía así: «inteligencia rápida, memoria felicísima, capacidad de aprender y retener con facilidad todo lo que aprendía».
El encuentro providencial y oportuno con el joven padre Alberione se da en 1910, mientras el joven sacerdote ayudaba en las tareas parroquiales al anciano párroco de la comunidad. La familia Vigolungo eran gente de Iglesia. Y el pequeño Mayorino no venía a menos. Hizo de monaguillo y quería ser el primero en todo. Tenía una actitud y carácter fuertes, pero temple y decisión, piedad insuperable y sobre todo buena voluntad.
Fueron estas cualidades las que llamaron la atención del padre Alberione quien no dudó mucho tiempo en poder expresarle a Mayorino sus pensamientos para las nuevas formas de evangelización que el mundo necesitaba. La hora de Dios llegó para ambos. En 1914, don Alberione daba inicio a la “Escuela Tipográfica Pequeño Obrero” con un grupo de jovencitos. Sin embargo, Mayorino no estaba entre ellos. Ha debido esperar dos años más de maduración física y espiritual para poder ingresar a la naciente fundación. No obstante, los habituales coloquios con don Alberione y sus enseñanzas sobre la buena prensa, alimentaban grandemente en Mayorino el deseo ardiente de poder contribuir a la extensión del reino a través de la buena prensa. Así lo expresaba años más tarde cuando un domingo conversaba con uno de sus compañeros: “Fíjate: mientras hoy nosotros nos divertimos o estudiamos o rezamos, más de diez mil almas escuchan nuestra predicación… Nosotros hemos mandado para hoy más de diez mil ejemplares de nuestras revistas. ¡Cuántas gracias tenemos que dar a Dios que, aun siendo tan pequeños, nos da la oportunidad de hacer tanto bien! ¿Qué predicador tendrá hoy una audiencia tan grande?”. Tenía bien claro, pues, en qué consistía ser apóstol de la Buena Prensa.
Fue en 1916 que finalmente le es concedido al pequeño Mayorino, ingresar entre los jovencitos de don Alberione. La alegría fue grande para él y sus compañeros que se alegraron muchísimo cuando lo vieron llegar. Por su parte, Mayorino, siempre fiel a sus propósitos, se dedicó de lleno a su apostolado. Realmente lo único extraordinario en él era ese deseo ardiente de poder anunciar la Buena Noticia a todo el mundo, llegar a más personas con los medios que Dios ponía a su alcance. La consigna que marcaron sus jornadas de fatiga, tanto físicas como espirituales, pues temía a la condenación de su alma por hacer algo indebido era la de “progresar un poco cada día”.
En 1918, a los 14 años, una grave enfermedad hace que sea hospitalizado. Para su recuperación, fue enviado a casa a lo que él se negaba, puesto que deseaba regresare a la “Escuela Tipográfica” junto a sus compañeros. El padre Alberione lo exhortó a que aceptara la voluntad de Dios. Mayorino accedió. Sin embargo, no logró recuperarse y el 27 de julio, mientras sus compañeros terminaban un triduo de oración por su salud y rezaban el cuarto misterio glorioso, de la Asunción de la Virgen al cielo, a las 18 horas, Mayorino expiraba. Cumplía la voluntad de Dios.
Durante su agonía, el padre Alberione le preguntaba si quería curarse o ir al cielo, a lo que él respondía: “Quiero hacer la voluntad de Dios”.
El mismo don Alberione escribió la primera biografía de Mayorino y lo propuso como modelo de los aspirantes de la Sociedad de San Pablo. Asimismo, inició el proceso de canonización en 1961. Fue declarado venerable por san Juan Pablo II en 1988.
Venerable Andrés Borello
Discípulo del Divino Maestro
A los veinte años, el 8 de julio de 1936, entró en la Sociedad San Pablo como aspirante a Discípulo del Divino Maestro. Consagrado al Señor con la profesión de los votos religiosos, colaboró generosamente con los sacerdotes paulinos en la evangelización a través de los medios de comunicación social.
En marzo de 1948 ofreció su vida al Señor para que todos los que están llamados sean fieles a la gracia de su vocación.
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El ejemplo del primer testimonio de santidad paulina, el joven apóstol de la comunicación, Mayorino Vigolungo; atrajo nuevas vocaciones a la naciente Familia Paulina, pero, sobre todo, a un mayor deseo de alcanzar la santidad con las nuevas formas de evangelización que la modernidad y la tecnología iban proporcionando al intelecto humano.
Es el caso del hermano Andrés María Borello, “discípulo del Divino Maestro”, a como son llamados los hermanos que no acceden al sacerdocio, pero que son constituidos en una única realidad espiritual-comunitaria-apostólica, en la Sociedad de San Pablo. Su entrañable humildad y sencillez hicieron de este hermano discípulo, un ejemplo de virtud y santidad ante sus hermanos, un ejemplo de vocación madura que deja de manifiesta que, para seguir las huellas del Señor, nunca es tarde.
Nació en Mango, el 8 de marzo de 1916. Sus padres José Estanislao Borello, labrador y sacristán de la pequeña parroquia y Margarita Rivella, joven obrera, llevaron al pequeño Ricardo, como fue llamado, a las aguas del bautismo, solo seis días después de su nacimiento, el 14 de marzo. Era el segundo hijo de este matrimonio.
Sin embargo, los horrores de la primera guerra mundial reclaman la vida de papá Borello. El pequeño Ricardo, contaba con tan solo un año de edad. No obstante, la mamá supo educar y proveer a sus hijos con lo necesario. Años más tarde, la mamá de los Borellos, contrajo segundas nupcias con un ciudadano de Castagnole Lanze (Asti), llamado Juan Gibellino, también él viudo.
Dado los acontecimientos, la familia se debió trasladar a una nueva casa en Castagnole Lanze, en donde Ricardo crecería con una nueva figura paterna, trabajando la tierra y procurando lo necesario para el sustento familiar, viviendo y una vida fatigosa con los deberes del campo, pero serena y estable. Sin embargo, la vida vuelve arrebatarle a su segundo padre, y solo seis días después a su mamá. Era enero de 1933. En la orfandad quedan su hermana de 18 años y Ricardo de 17. Mientras María, la hermana mayor ya laboraba en Turín, Ricardo fue acogido en casa de Pedro Perrone, quien no solo le propició un trabajo en el campo, sino lo acogió como uno más de la familia.
Ricardo recibió de su mamá el amor a la Iglesia y el espíritu de oración que lo caracterizaba y los sufrimientos que vivió desde muy temprana edad, hicieron de él un joven maduro y respetuoso, ejemplar y prudente, pero sobre todo reflexivo y orante.
En 1933, un suceso extraordinario conmociona a toda la Región de Cúneo: la exhumación de los restos de la “primera flor del apostolado de la Buena Prensa”, como solía llamar don Alberione al pequeño Mayorino Vigolungo, fallecido años atrás.
Por ese entonces, Ricardo fue nombrado jefe de grupo de la Acción Católica y el párroco, don Juan Bautista Bernocco, le regaló un ejemplar de la biografía de Mayorino Vigolungo, escrita por don Santiago Alberione.
Fue aquella lectura la que motivó a Ricardo a querer enlistarse en las filas de los jóvenes de don Alberione, atraído por el ejemplo de vida del “pequeño apóstol de la Buena Prensa”, Mayorino Vigolungo. “Si Mayorino, en su joven edad, consiguió tan pronto hacerse santo, quiero hacerme santo también yo entre los hijos de San Pablo”, confesará años después Borello.
Así pues, por invitación del párroco, Ricardo, conoce a la Sociedad de San Pablo y decide entrar en ella. Era el 8 de julio de 1936. Tenía 20 años. A su entrada en comunidad, con firme convicción y serenidad entusiasta, el joven Ricardo se desempeñará en el apostolado de la fabricación del papel, puesto que, como consecuencia de la guerra, el bloqueo hacía que los paulinos se proveyesen ellos mismos de lo necesario para el apostolado.
Don Alberione siempre exaltó la figura de los Discípulos del Divino Maestro, constituyendo, para él, la columna vertebral de la congregación. Y en el hermano Borello encontró al modelo perfecto para dar un ejemplo de dedicación y santificación por medio del apostolado de la Buena Prensa. Eso sucederá años más tarde.
Solo un año después de la entrada a la Congregación, Borello es enviado a Roma para hacer el año de noviciado; año en el que acrecentará aún más el deseo de hacerse santo, y de llevar a Jesús a las almas.
En 1938 hace su primera profesión religiosa y hace votos de pobreza, castidad, obediencia y fidelidad la Sumo Pontífice, en las manos de don Alberione y recibe el nombre de Andrés. Desde ese día y para la eternidad su nombre es: Andrés María Borello, discípulo del Divino Maestro.
El mismo día de la profesión religiosa regresa a Alba, en donde retoma el apostolado que había dejado solo un año atrás. Allí entregó lo mejor de sus fuerzas, considerando sagrado el trabajo que realizaba y tratando casi con reverencia los medios que usaba, como un sacerdote trata los instrumentos de su ministerio.
No obstante, el arduo trabajo fue debilitando un poco la salud del hermano Borello, al punto de que los superiores decidieron cambiarlo de apostolado. Algo inesperado estaba por darse en ese momento. De la fabricación de papel en la que se desempeñó desde el inicio de su vida paulina, pasaría a colaborar como zapatero. Y tal vez muchos dirán, qué clase de apostolado paulino es ese. De fabricar papel para el evangelio a reparar el calzado para los anunciadores del evangelio no hay tanta diferencia como pudiera parecer a primera vista. Ya don Alberione decía que “se hace más apostolado con las rodillas que con la pluma”, de lo que se deduce que el apostolado es más fruto de Gracia y de corazón que de trabajo y de brazos.
El hermano obedeció sin oponerse en lo más mínimo, pues comprendió que todo en la vida paulina es apostolado y, que tanto el que escribe, como el que difunde o hace el trabajo técnico, representa un eslabón en la gran cadena en la que consiste el apostolado paulino.
El 20 de marzo de 1944, en un nuevo clima de guerra en Italia, el hermano Borello emite sus votos perpetuos en las manos de don Timoteo Giaccardo. Es tan intima la unión de estos dos hombres de Dios que, partirán al cielo en el mismo año. “El maestro Giaccardo” como era conocido entre los formandos, será el primer beato de la Familia Paulina.
En la madrugada del 4 de septiembre de 1948, en la comunidad paulina de Sanfré, a las afueras de Alba, todos en la casa escuchan sonar una campana, a la cual todos corren hacia la habitación en donde se encontraba el hermano Borello y a donde había sido llevado tiempo atrás debido a una extraña enfermedad que no lograban curar. Hasta el día de hoy nadie supo quién tocó aquella campana, pero fue en el momento exacto en la que expiró el hermano Borello, después que fuese asistido espiritualmente y de la visita que recibió de su hermana María. La hermana pía discípula que lo asistía, testimonia de sus últimos momentos: “Se ha ido tranquilo y sereno como tranquilo y sereno ha vivido.”
Venerable Canónigo Francisco Chiesa
Padrino de la familia paulina
Después de graduarse en filosofía en Roma, en teología en Génova y en utroque jure en Turín, por más de cincuenta años enseñó sobre todo en el Seminario y en la Sociedad San Pablo, comunicando a los jóvenes clérigos y sacerdotes, junto con la ciencia, el espíritu sacerdotal.
Se dedicó al mismo tiempo a la actividad editorial y escribió numerosos libros y artículos para revistas. Elegido párroco de la parroquia de los Santos Cosme y Damián en 1913, la guía con sabiduría y amor por 33 años, hasta 1946.
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Toda gran obra, no solo tiene un inspirador y un modelo, sino que también necesita de alguien que pueda orientar y ayude en el discernimiento diario. Así como tenemos necesidad de los amigos con quien compartir y reunirnos, también tenemos necesidad de quien nos escuche y guíe en el camino que se ha de seguir. Todo aquel llamado a la vida religiosa, tiene necesidad de un acompañante espiritual, es decir, como la misma palabra lo dice, aquel que acompaña con la oración, la escucha atenta y las palabras justas para ayudar en el caminar con paso firme y decidido la elección que ha hecho en su vida.
Y eso, precisamente, fue el canónigo Francisco Chiesa para el primer maestro, don Alberione. De familia humilde, Francisco Pascual, nació el 2 de abril de 1874 en Montà d’Alba (Cuneo) y fue bautizado el sábado santo. Eso explica su segundo nombre. Por las condiciones de pobreza y al no poder proporcionarle estudios secundarios; por sugerencia del párroco, es enviado a Turín a un colegio fundado por un sacerdote para niños pobres que aspiran al sacerdocio. Tenía nueve años. Tres años después, cumplido el ciclo escolar, regresa a casa y habla con su padre, a quien tenía un profundo respeto y gran admiración; para expresarle el deseo de hacerse sacerdote y continuar los estudios en el Seminario de Alba.
El papá, quien ya se había hecho a la idea de que el hijo regresaría a ayudarle a las labores del campo, después de escuchar a su hijo, no quiere oponerse a los planes de Dios y también accede. Es así que, en octubre de 1886, el jovencito Francisco Chiesa entra en el Seminario de Alba.
Después de realizar estudios de filosofía y teología en el seminario de Alba, se licenció en Filosofía en Roma, en Teología en Génova y en Derecho canónico y civil en Turín. Las vacaciones de verano se convirtieron en una oportunidad para profundizar en la cultura, así como las lenguas de los vecinos países europeos: Francia, Alemania, Inglaterra, Austria. Todo y siempre orientado a un fin superior, el de servir mejor a Dios y ser un buen sacerdote.
Se destacó en el campo de la docencia. Era un enseñante ejemplar, comprensivo, de gran pedagogía y atento con sus alumnos. Ejerció de profesor durante más de cincuenta años, tanto en el Seminario de Alba como en la naciente Sociedad de San Pablo.
Por más de treinta años se dedicó al cuidado de las almas en la parroquia de los santos Cosme y Damián, en Alba y, además, fue canónigo de la catedral. Es durante estos años de docencia y pastoralidad que encuentra al joven sacerdote Santiago Alberione. Y don Alberione, desde su época de seminario, lo frecuenta para su debido acompañamiento espiritual. Fue el canónigo Chiesa quien supo escrutar en los pensamientos, sentimientos e intuición de don Alberione y el don que Dios le había dado para dar inicios a las obras que emprendió. El joven sacerdote, don Alberione, depositó en el canónigo Chiesa, toda su inspiración, sus aciertos y desencantos para su obra fundacional. Y el canónigo Chiesa, dotado de una virtud única, con estilo reflexivo y audaz a la vez, condujo siempre al don Alberione por el camino de la reflexión y el discernimiento que lo llevó a la escucha atenta de la voluntad de Dios.
Dentro de sus dones especiales destacan: una profunda doctrina teológica y el arte de comunicar esa misma teología que a la par de poder ilustrar la mente, encendía la llama de la fe en los corazones de quienes lo escuchaban. Además, el don de poder expresar todas las verdades de la fe con una pedagogía única, a los más sencillos que podían frecuentar su parroquia, la cual nunca descuidó, puesto que siempre fue un pastor según el corazón de Cristo, enamorado de su ministerio y fiel a sus convicciones.
Pero también un gran paulino. Sus noventa y seis los libros y consistentes folletos que publicó, además de un millar de artículos, son testimonio de ello. Compartía en toda el ansia apostólica y “paulina” de su amigo y discípulo, el Padre Alberione, de la que fue siempre generoso colaborador, hasta el punto de poder declarar en el lecho de muerte: “Me alegro de haber sido siempre paulino, y nunca me he arrepentido”.
Es el modelo del párroco. El párroco que forma y transforma a su feligresía. Sus amplios estudios y formación autodidacta, hicieron de él un hombre de gran talento humano y corazón afable, observador infatigable de la realidad humana y a la vez, renovador del estilo pastoral según las exigencias de los tiempos. Intuyó la necesidad de poder abrirse a los cambios que en la Iglesia se presentaban, sin olvidar ni un momento la esencia pura de ésta, contribuyendo así a la evangelización con todas las nuevas formas de comunicación cultural por lo que no sólo comprendió y guió al Padre Alberione, sino que contribuyó activamente a su misión, pues supo equilibrar efectivamente la contemplación y la oración con la actividad pastoral y misionera de la Iglesia.
De él escribió el Padre Santiago Alberione: «Cuando entré para cursar la filosofía en el seminario de Alba, lo encontré siendo sacerdote joven, sereno, sencillo y esbelto. Me produjo una cierta impresión y pregunté su nombre a un chiquillo que en aquel momento pasaba por allí. Me respondió, “El nombre no lo sé, lo llaman el cura que ama a la Virgen; todos los sábados nos dirige la meditación sobre la Virgen; muchos nos confesamos con él”. Desde ese día comenzó mi aprecio y confianza en él».
«Su parroquia –escribe también el Padre Alberione– estaba considerada como una parroquia modelo, un centro de iniciativas y obras vivas, una comunidad en la que, sin exterioridades ruidosas, la vida cristiana en general se vivía cada vez mejor, con un cenáculo de almas fervorosas y virtuosas. En ella formación cristiana se impartía con excepcional abundancia, el párroco era muy querido, consultado y considerado sí, muy culto, pero sobre todo sacerdote de rara virtud y verdadero padre de todos los feligreses».
El Venerable Canónigo Francisco Chiesa murió en Alba el 14 de junio de 1946 en su sede parroquial, en Alba. La apertura del Proceso informativo en el Tribunal diocesano de Alba tuve lugar el 4 de febrero de 1959. El 3 de noviembre de 1960, fueron trasladados sus restos desde el cementerio municipal al Templo de San Pablo de Alba. El 11 de diciembre de 1987 se reconocen sus virtudes heroicas y es declarado Venerable por san Juan Pablo II.