LA LOCURA DE LA CRUZ
Por Fray Marco Antonio Calero, OP
Poeta ante la cruz es quien acepta
tan solo lo que es: un hombre nada más,
pero no menos que un hombre
(Antonio Praena)
Poco espacio tiene la palabra «locura» en el diccionario del idioma del amor. El que ama no es un loco, sino sujeto consecuente de una vida que ha optado ser dirigida por la brújula del amor. Pero, para comprender esto, es necesario asumir una lógica que, vista desde lejos, como los espectadores que observan el juego desde la gradería, puede parecer un sinsentido incapaz de tener parte en los sublimes salones de la racionalidad. No importa. Hay verdades razonables fundamentadas en Dios que son comprendidas desde otras perspectivas, y son capaces de penetrar en la razón y el mundo afectivo del ser humano.
La cruz es el símbolo cristiano por excelencia. En el siglo I, empezaron a florecer grupos, cuyos miembros eran identificados como «cristianos» y se declaraban seguidores de un crucificado a quien, incluso, le asignaban títulos que eran reservados para Dios en el Antiguo Testamento (Rm 4,8; Flp 2,11). La cruz, método de tortura por excelencia en el imperio romano, comenzaba a tener un nuevo significado. En una de sus cartas, san Pablo expresa lo contracultural que era esa creencia cristiana en aquella época: «Pues la predicación de la cruz es una necedad para los que se pierden; mas, para los que se salvan – para nosotros – es fuerza de Dios. Así, mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles» (1 Co 1, 18.22-23).
En los evangelios, Jesús expone a los fariseos el profundo significado de su muerte en cruz. «Cuando levantéis en alto al Hijo del hombre, sabréis que Yo soy» (Jn 8,28). La pascua del Señor es el momento culmen de revelación de la identidad de Jesús. Es decir, Dios se revela en la debilidad de la muerte en la cruz. La Escrituras describen la crisis que supuso la crucifixión entre los primeros seguidores del Maestro. Sin embargo, la resurrección acabó por disipar el aparente absurdo de los eventos, y los discípulos no tardaron en comunicar la vida que brotó del madero. «En el acontecimiento aparentemente sinsentido se ha abierto en realidad el verdadero sentido del camino humano; el sentido ha conseguido la victoria sobre el poder de la destrucción y del mal»[1].
La cruz, por tanto, es un lenguaje al que se puede acceder desde una profunda relación con Jesús. Debilidad, muerte y soledad son palabras que, desde un razonamiento puramente filosófico, no tienen cabida en la divinidad omnipotente de los pensadores antiguos. No obstante, la revelación cristiana señala que Jesucristo experimentó esas realidades humanas. Esto se puede comprender solamente si lo vemos con el lente del extremo amor que se acabó por manifestar en la resurrección. El concepto de amor que se desarrolla en el Evangelio hace razonable el sacrificio de Cristo en la cruz, «pues nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13).
La aparente locura de la cruz consiste en amar hasta límites insospechados. El amor es lo que nos hace verdaderamente humanos. «El pecado no demuestra la verdad de la naturaleza humana, más bien es algo contra la naturaleza» (…) «Cristo demuestra la verdad de la naturaleza humana»[2]. Con su vida y su pasión, Jesús ha redimido todas nuestras debilidades porque el poder de Dios se manifiesta en vulnerabilidad del amor. El camino vital presentado por el Evangelio está lejos de una existencia exenta del necesario proceso de maduración existencial que implican las dificultades y sufrimientos cuando son vividos como una ofrenda de amor a Dios y todas las personas que nos rodean. La cruz sigue siendo contracultural ante visiones de la vida existencialistas o hedonistas, que se resignan ante el sinsentido o reniegan el sabor amargo que es la contraparte del dulce sabor de la vida.
En la cruz se manifiesta la grandeza de Dios y la profundidad del amor humano. ¡Esa es la gran «locura»! El Dios débil que nos redime ha sido elevado en la cruz ante los ojos de toda la humanidad. Es como un escenario que parece teatralizar lo absurdo, pero adquiere sentido cuando notamos que está siendo iluminado por la potente claridad del amor que brota de Cristo, y que nos revela lo profundamente amados que somos y la potente capacidad que tenemos para comunicar ese amor a los demás por el hecho de que somos humanos, creados a imagen y semejanza de Dios y redimidos por «el más hermoso de todos los hombres» (Salmo 45,3).
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[1] Ratzinger, J. 2011 Jesús de Nazaret II, del ingreso de Jerusalén hasta la resurrección. P. 79 Encuentro
[2] Tomás de Aquino, Summa de Theologiae III Q.15 Art. 1