CONVERSIÓN: ALEJARNOS DEL MAL Y ADHERIRNOS AL BIEN
Tercer domingo de cuaresma C
P. José Antonio Pérez, SSP
A partir de dos sucesos de crónica, que él considera signos del juicio de Dios, Jesús invita a la conversión. El primero que le relatan, es la violenta represión del gobernador romano Poncio Pilato contra un grupo de peregrinos galileos –tal vez zelotes, rebeldes al invasor romano–, que se disponen a ofrecer sacrificios. Probablemente esperan que Jesús se pronuncie sobre el movimiento de los zelotes y sobre el brutal comportamiento de los soldados romanos. Pero él, incluyendo también a las víctimas de la torre de Siloé, aprovecha la ocasión para rectificar la mentalidad de quienes consideran estos hechos como castigos de Dios por los pecados de los galileos o de los habitantes de Jerusalén.
Esta mentalidad lleva a muchos fanaticos, tanto celotes como fariseos, a considerarse justos, porque no han sufrido tales “castigos”. Jesús rechaza cualquier intento de manipular la acción de Dios: todos somos pecadores. Y el único modo de librarse de la perdición es la transformación interior, renunciando a toda forma de autojustificación religiosa. El juicio pertenece solo a Dios. Nadie puede erigirse en juez ante las desventuras humanas.
La compasión y la misericordia son rasgos típicos de Dios, plenamente manifestados en Jesús, que iluminan los desiertos y las tinieblas de la historia. Como en tiempo de Jesús, nuestros días están marcados por el absurdo del mal, debido a la violencia de los hombres –la sangre de los galileos que Pilato mezcla con la de sus sacrificios–, o a los desastres de la naturaleza y de la historia –el derrumbe de la torre de Siloé que mata a dieciocho ciudadanos de Jerusalén–.
Acontecimientos recientes, aunque de dimensiones inmensamente superiores, se ven reflejados en los dos que presenta el Evangelio: la invasión de Ucrania y la pandemia. Hay quien no ha dudado de explicarlos como “castigos” de Dios por las maldades de la humanidad. Seguramente lo que Jesús sigue diciendo hoy a todos es: “si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera”.
Frente el mal nos quedamos mudos; Jesús nos recuerda que, aunque no tengamos explicación, no podemos quedarnos sin palabras. Y la palabra más auténtica que podemos pronunciar es la conversión, que nos permite alejarnos del mal y adherirnos al bien, reafirmando nuestra fe en un Dios que no quiere el mal ni pretende castigar con él el pecado humano.
Para comentar y reforzar su invitación, Jesús relata una parábola tomando la imagen bíblica de la higuera. El criado consigue que el viñador dé margen al árbol: “Señor, déjala todavía este año y mientras tanto yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto en adelante. Si no, la puedes cortar” –la puedes cortar tú, yo no–.
Lo que hará el criado –imagen elocuente de Jesús–, será fertilizar la higuera con el don de su propia vida. La misericordia y la paciencia de Dios, manifestadas en Cristo, son infinitas. Será su sangre derramada la que fertilice la tierra y permita que la higuera dé finalmente el fruto esperado.