“NUESTRO CORAZÓN ARDÍA”

En el camino de Emaús

La Resurrección de Jesús es el centro, la raíz de la fe y de la vida del creyente. De la fe en la Resurrección depende el ser o no ser cristiano. Cristo, con su muerte, ha destruido la muerte y, con su resurrección, ha conquistado para nosotros la vida plena y definitiva. Jesús murió, pero ahora no está muerto: es el Resucitado. Él está vivo, ha vencido a la muerte. La muerte ya no es la última palabra en la historia humana. Se abre un camino a la esperanza. A nosotros eso nos exige solo colaborar con la gracia, acoger el don de Dios.

Los discípulos que caminan hacia Emaús no reconocen a Jesús en el caminante que se les une en la marcha y que parece ignorar todo lo sucedido esos días en Jerusalén. Están desanimados: en la tumba del crucificado han quedado enterradas sus esperanzas mesiánicas: ni con las noticias que empiezan a correr sobre el sepulcro vacío e incluso sobre la resurrección de Jesús, anunciada a las mujeres, son capaces de resurgir esas esperanzas.

Ante todo, el encuentro con la Palabra

El primer paso para la regeneración es el encuentro con la Palabra: a los dos discípulos desorientados, Jesús les ayuda a leer los últimos acontecimientos a la luz de Escritura: “¡Qué necios y torpes sois para creer lo que dijeron los profetas!… Y, comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras”. Así reaparece la luz y el entusiasmo en la vida de los discípulos.

Esta lectura cristólogica de la Escritura es el camino que, iniciado por Jesús, seguirá la Iglesia primitiva, como vemos en los discursos del libro de los Hechos.

La iniciativa es siempre de Dios, que se dirige a los hombres, los busca, conecta con ellos en su misma experiencia de vida, y los interpela con su Palabra. La Escritura es presencia actual y actuante de Dios: realiza la salvación. Es revelación de Dios Padre, el Dios de la Alianza, que da sentido a toda la historia pasada; de Cristo, que da sentido a la historia presente y futura; y del Espíritu, que conduce la historia a su plenitud.

Es, además, presencia creadora: hace hijos de Dios y forma la comunidad cristiana. Es medio para el diálogo con Dios que, en ella, alcanza a cada persona, exigiendo una respuesta de fe, revisión y compromiso. Y es revelación de nosotros mismos, de nuestra dignidad de hijos amados de Dios, y también de nuestra pobreza y nuestro pecado: nos juzga, pero no con juicio de condena, sino de salvación; por eso es capaz de producir un cambio radical de mentalidad, una conversión.

Es natural que semejante contenido hiciera arder el corazón de los dos discípulos desorientados y desanimados. Ellos mismos lo reconocen: “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?”.

Al final, la misión: el anuncio de la Palabra

Después de su desaparición de la historia, Cristo enviará a sus apóstoles a continuar su obra, predicando y fundando una Iglesia donde es esencial la predicación de la Palabra. Según los evangelios, todas las experiencias de encuentro con Jesús resucitado terminan con el envío: “Proclamad el Evangelio…” (Mc 16,15). “Id… haced discípulos…” (Mt 28,19-20).

Mediante el anuncio del Reino de Dios, los discípulos de Jesús debemos proclamar su salvación liberadora, confirmando además el anuncio con el testimonio de los signos. Jesús quiere seguir actuando hoy a través del grupo de los creyentes, que han de hacerlo visible al mundo por el anuncio y el testimonio. Sabemos cuál es el punto de llegada: seremos semejantes a Cristo.

El anuncio de la Palabra, la evangelización, es la vocación propia de la comunidad cristiana y de sus miembros. Hoy hemos de realizar la tarea evangelizadora con todos los medios a nuestro alcance: es la gran responsabilidad de los cristianos. Pues el futuro de la humanidad, y de cada una de las personas, depende de que, como sea, logre acceder a la Palabra que salva, ilumina y hace arder al corazón.

P. José Antonio Pérez, SSP